Europa, la luna oceánica de Júpiter

Europa es uno de los satélites galileanos descritos por Galileo Galilei en 1610 y se ha convertido en un referente científico para el estudio de mundos con agua líquida más allá de la Tierra. Con un diámetro de unos 3.121 km y una superficie dominada por hielo de agua, destaca por la fuerte evidencia de un océano subterráneo global mantenido por el calor generado por las mareas producidas por Júpiter y los otros satélites de la resonancia orbital. Su elevada reflectancia, la escasa cantidad de cráteres y la presencia de fracturas extensas indican una evolución geológica distinta a la de muchos satélites helados, en la que la actividad interna y la renovación del hielo desempeñan un papel fundamental.

Europa ha adquirido un interés prioritario en planetología comparada porque combina un casquete helado relativamente joven con un océano profundo que podría estar en contacto con un fondo rocoso. Este escenario favorece procesos geoquímicos complejos que se consideran básicos para evaluar la habitabilidad en ambientes extraterrestres. La interacción gravitatoria con Ío y Ganímedes mantiene un aporte constante de energía térmica, mientras que el entorno de radiación de Júpiter modifica químicamente la superficie. La convergencia de estos factores convierte a Europa en uno de los objetivos esenciales para futuras misiones destinadas a estudiar océanos ocultos y evaluar la presencia de condiciones compatibles con actividad biogénica.

  • Vista de Europa tomada por JunoCam durante el sobrevuelo del 29 de septiembre de 2022, con fracturas y bandas visibles en el hemisferio que mira hacia Júpiter.
  • Bandas lineales y sistemas de crestas entrecruzadas en la superficie helada de Europa.
  • Zona de transición en Europa entre terreno caótico y llanuras con crestas y fracturas observada por la sonda Galileo.
  • Región de terreno caótico y bandas cercanas a Agenor Linea en la superficie de Europa.

Europa en el sistema de Júpiter

Europa ocupa la segunda posición en distancia respecto a Júpiter dentro del grupo de los satélites galileanos, situada entre Ío y Ganímedes. Su órbita, casi circular y con un semieje mayor de unos 671.000 km, forma parte de la resonancia 1:2:4 establecida con Ío y Ganímedes. Este acoplamiento orbital mantiene una ligera excentricidad que evita la completa sincronización térmica del satélite y asegura un aporte continuo de energía procedente de las fuerzas de marea. Dicho aporte es esencial para explicar la dinámica interna de Europa y la persistencia del océano subterráneo.

El sistema joviano condiciona profundamente la evolución de Europa. Júpiter posee una magnetosfera extensa y altamente energética que afecta a la superficie del satélite mediante la interacción con partículas cargadas de alta velocidad. Este entorno modifica químicamente el hielo, genera especies oxidantes y contribuye a la formación de una exosfera tenue. Al mismo tiempo, el intercambio gravitatorio con los otros satélites galileanos determina la estabilidad orbital de Europa, su tensión interna y los ciclos de deformación a los que se somete su corteza. Estos procesos combinados explican la actividad tectónica observada en su superficie y el equilibrio entre rigidez del hielo y energía interna disponible.

Características físicas y orbitales de Europa

Europa presenta un diámetro cercano a 3.121 km, lo que la sitúa ligeramente por debajo de la Luna terrestre en tamaño. Su densidad, de unos 3.010 kg/m³, indica una composición dominada por silicatos en el interior y una capa externa de hielo de agua. Esta combinación la diferencia de otros satélites helados de mayor densidad por la proporción equilibrada entre materiales rocosos y helados, coherente con un mundo que ha experimentado diferenciación interna. Su forma es esencialmente esférica, con un leve achatamiento debido a su rotación sincrónica.

La gravedad superficial de Europa es modesta, en torno a 1,3 m/s², y su velocidad de escape se sitúa cerca de 2 km/s. Estas condiciones limitan la capacidad del satélite para retener una atmósfera significativa, especialmente en un entorno intensamente irradiado como el de Júpiter. Aun así, estos parámetros no impiden la presencia de una exosfera, ya que la superficie helada proporciona moléculas que se liberan por procesos físicos y químicos asociados a la radiación. Su albedo elevado, superior a 0,6, refleja la presencia predominante de hielo de agua relativamente limpio, aunque modificado por compuestos oxidantes formados en la superficie.

Europa orbita Júpiter a una distancia media de unos 671.000 km, completando una revolución alrededor del planeta en aproximadamente 3,55 días. Su movimiento está acoplado gravitacionalmente con Ío y Ganímedes, formando la resonancia 1:2:4 que mantiene la excentricidad orbital. Este leve estiramiento periódico, del orden de milésimas en el valor de la excentricidad, es suficiente para generar fuerzas de marea que deforman el interior del satélite y producen disipación térmica. Sin este aporte, el océano subterráneo tendería a congelarse por completo en escalas de tiempo relativamente breves.

La resonancia orbital también determina el ritmo de la actividad tectónica observada en su superficie. La corteza helada responde a los esfuerzos periódicos mediante la formación de fracturas, crestas dobles y bandas de separación. Estos patrones geométricos se alinean con modelos que consideran variaciones cíclicas de tensión en la capa externa. La relación entre los parámetros orbitales y la tectónica superficial convierte a Europa en un caso de estudio para comprender cómo las fuerzas externas pueden controlar la evolución geológica de un satélite helado.

El entorno de radiación desempeña un papel adicional en sus características físicas. Europa se encuentra dentro de la magnetosfera interna de Júpiter, donde recibe un flujo intenso de electrones y partículas cargadas de alta energía. Este flujo modifica químicamente el hielo al romper moléculas de agua y generar especies reactivas como oxígeno e hidrógeno. Parte de este material puede incorporarse a la exosfera o recombinarse en la superficie. La radiación también oscurece localmente determinadas zonas, especialmente en la región ecuatorial orientada en el sentido de rotación de la magnetosfera.

La combinación de una órbita resonante, una superficie helada expuesta a radiación extrema y una composición interna dominada por roca e hielo dota a Europa de una serie de propiedades físicas singulares en el sistema joviano. Sus parámetros orbitales no solo influyen en su estructura, sino que también determinan el régimen térmico que permite la persistencia del océano subterráneo. Al mismo tiempo, el entorno espacial controla los procesos químicos de la superficie y condiciona la detección de sustancias que podrían proceder de capas internas más profundas.

Estructura interna de Europa

Los modelos actuales coinciden en que Europa es un cuerpo diferenciado, pero existen varias hipótesis que describen cómo podrían organizarse sus capas internas y cuál sería el equilibrio entre hielo, agua líquida, silicatos y un posible núcleo metálico. La estructura más sencilla plantea un casquete helado relativamente delgado sobre un océano global en contacto con un manto rocoso cálido, aunque otros escenarios contemplan variaciones importantes en el espesor del hielo, la composición del océano o la naturaleza del núcleo. Ninguna de estas propuestas se considera definitiva, ya que las sondas que han estudiado Europa no han permitido medir directamente las propiedades físicas de sus capas profundas.

Un primer grupo de modelos sugiere una corteza exterior compuesta por hielo conductivo de varios kilómetros de espesor, apoyado sobre una capa convectiva más profunda donde el hielo estaría deformado plásticamente por gradientes de temperatura. Este marco explicaría la presencia de fracturas extensas y estructuras tectónicas de gran escala. En este escenario, el océano líquido podría situarse a decenas de kilómetros bajo la superficie, alimentado por la disipación térmica producida por las mareas. La interacción entre hielo convectivo y agua líquida proporcionaría un régimen dinámico capaz de renovar el casquete exterior en tiempos relativamente breves.

Otra posibilidad plantea un espesor de hielo mayor, quizá de decenas de kilómetros en su totalidad, con un océano menos profundo o incluso interrumpido por capas mixtas de hielo parcialmente fundido o salmueras a distintas presiones. Este enfoque permite explicar algunas regiones donde la corteza parece rígida o muestra menor evidencia de actividad reciente. En este caso, las fuerzas de marea mantendrían temperaturas suficientes para impedir la congelación completa del interior, pero el océano podría ser menos accesible desde la superficie, con una interacción reducida entre el hielo superior y las capas profundas.

Los modelos que integran variaciones regionales proponen que el espesor del hielo no sería uniforme. Zonas con hielo más delgado permitirían un mayor acoplamiento entre la superficie y el océano, mientras que regiones más gruesas mantendrían una mayor estabilidad térmica. Las áreas de terreno caótico, donde el hielo parece fragmentarse y recongelarse, se interpretan en este marco como indicios de interacción localizada entre agua líquida o hielo dúctil y la superficie, pero estas interpretaciones siguen siendo objeto de debate.

Las hipótesis sobre el interior rocoso de Europa también muestran variabilidad. Una visión extendida considera la existencia de un manto rico en silicatos sometido a temperaturas suficientemente altas para permitir reacciones entre agua y roca en el fondo oceánico. Sin embargo, algunos modelos contemplan un interior menos activo térmicamente, con un manto parcialmente deshidratado o con menor producción de calor radiogénico. La naturaleza del núcleo también es incierta: podría estar compuesto por hierro metálico o una mezcla de hierro y sulfuro, o incluso no haberse diferenciado completamente si las condiciones iniciales no permitieron la separación completa de materiales.

El campo magnético inducido detectado por la misión Galileo proporciona una prueba indirecta de la existencia de un medio conductor en el interior, generalmente interpretado como un océano salino. Sin embargo, la salinidad exacta, el espesor del océano y la profundidad de la capa conductora son parámetros que admiten múltiples combinaciones compatibles con las observaciones. Este margen deja abiertas distintas arquitecturas internas posibles, desde un océano global homogéneo hasta un océano con variaciones en su concentración salina o su temperatura en función de la profundidad y la latitud.

Superficie y morfología global de Europa

La superficie de Europa está dominada por hielo de agua y exhibe una morfología singular dentro del sistema joviano. Su albedo elevado indica la presencia de materiales relativamente recientes, mientras que la escasez de cráteres de impacto sugiere que la corteza helada se renueva de forma periódica en escalas de tiempo geológicas. Este terreno, relativamente joven y en continua modificación, constituye una de las claves para interpretar la dinámica interna del satélite. El hielo responde a las tensiones impuestas por las mareas y a los gradientes térmicos del interior, generando patrones estructurales que pueden rastrearse a escala global.

Las bandas lineales, conocidas como “lineae”, son uno de los rasgos más característicos de Europa. Estas estructuras alargadas recorren el satélite durante cientos de kilómetros y se interpretan como fracturas donde el hielo se separa, se desplaza lateralmente o se rellena con hielo más cálido que asciende desde capas profundas. Las variaciones de color dentro de estas bandas, a menudo enriquecidas en compuestos derivados de la radiación o sales, indican episodios de actividad interna asociados al intercambio de materiales entre capas superiores y regiones más cálidas de la corteza.

La presencia de crestas dobles es otro elemento distintivo. Estas crestas paralelas, que pueden alcanzar decenas de metros de altura, podrían formarse por el ascenso de agua o hielo parcialmente fundido que empuja y deforma la superficie. Otra posibilidad es que representen la acumulación de hielo a lo largo de fracturas sometidas a ciclos de apertura y cierre inducidos por las mareas. Ninguna explicación es definitiva, pero todas comparten la idea de un casquete helado sometido a esfuerzos cíclicos que reorganizan la estructura del terreno.

Las grietas y sistemas de fracturas cubren gran parte de la superficie y forman patrones entrelazados que responden a la orientación de las tensiones internas. La distribución global de estas estructuras puede explicarse por variaciones en el campo de esfuerzo debidas a la resonancia orbital con Ío y Ganímedes. Las deformaciones superficiales registradas en imágenes de alta resolución sugieren que el hielo es capaz de comportarse de forma frágil en la corteza superior y más dúctil en profundidad, lo que apoya modelos en los que el casquete presenta una transición entre hielo rígido y hielo convectivo.

Las regiones caóticas son áreas donde el hielo aparece fragmentado en bloques que parecen haber flotado y vuelto a congelarse en un medio más blando o parcialmente fundido. Estas zonas contienen estructuras desorganizadas y patrones que recuerdan a placas fragmentadas sobre un sustrato más móvil. Su origen es uno de los aspectos más debatidos en la geología de Europa. Algunos modelos plantean interacción directa con agua líquida o con capas de hielo húmedo, mientras que otros consideran que pueden formarse por procesos térmicos sin necesidad de un contacto inmediato con el océano. La diversidad de estas regiones sugiere que distintos mecanismos podrían estar actuando en distintos lugares o momentos.

Las manchas oscuras y depósitos enriquecidos en sales se distribuyen de forma irregular por la superficie. Estos materiales, detectados mediante análisis espectrales, indican procesos químicos estimulados por el entorno radiativo de Júpiter y la posible presencia de compuestos extraídos de capas más profundas. Su composición exacta sigue siendo objeto de estudio, pero se barajan sulfatos, cloruros y otros iones que podrían haber sido transportados desde el interior. La interacción entre radiación, hielo y sales produce variaciones de color que permiten reconstruir la historia reciente de la superficie.

El fenómeno de resurfacing, que renueva el hielo y elimina cráteres antiguos, es fundamental para entender la evolución geológica de Europa. Puede producirse por procesos convectivos, por fracturación repetida o por ascenso de materiales cálidos desde capas inferiores. La combinación de estos mecanismos, junto con la contribución de depósitos recientes, proporciona una superficie donde la actividad geológica está repartida de manera irregular pero persistente en el tiempo. El análisis de los patrones globales respalda la idea de un casquete en constante reorganización, aunque la intensidad y frecuencia de estos episodios siguen siendo objeto de debate.

La radiación desempeña un papel notable en la modificación superficial. Las partículas cargadas procedentes de la magnetosfera joviana inducen radiólisis, un proceso que rompe moléculas de agua y genera nuevas especies químicas. Estas reacciones alteran la composición y el color del hielo y contribuyen a la formación de oxígeno molecular, un componente principal de la exosfera. Las irradiaciones continuas también pueden cambiar las propiedades mecánicas de la superficie, erosionando el hielo y creando una capa químicamente modificada que actúa como registro de la interacción con el entorno espacial.

Las observaciones espectrales han permitido distinguir diferencias regionales en la composición del hielo. Zonas con mayor proporción de sales o con firmas espectrales complejas pueden señalar áreas donde el intercambio entre la superficie y el interior es más activo. En este sentido, las bandas lineales y las regiones caóticas parecen mostrar composiciones menos puras que las llanuras heladas, lo que sugiere una mezcla de materiales desde distintas profundidades. Las técnicas de espectroscopía continúan siendo esenciales para interpretar estas variaciones, dadas las limitaciones actuales de resolución en imágenes.

Atmósfera y entorno de Europa

Europa está rodeada por una exosfera extremadamente tenue compuesta sobre todo por oxígeno molecular. Este oxígeno no procede de actividad biológica ni de un ciclo atmosférico convencional, sino de la radiólisis del hielo, un proceso impulsado por el impacto continuo de electrones e iones energéticos que rompen las moléculas de agua y permiten que parte de los productos resultantes se acumulen alrededor del satélite. Las presiones son muy bajas y la dinámica de esta envoltura gaseosa está dominada por la interacción directa con el entorno espacial de Júpiter.

La magnetosfera joviana es responsable de la mayor parte de las modificaciones químicas en la superficie de Europa. Las partículas cargadas llegan con suficiente energía como para alterar la estructura de las capas superiores del hielo, generando especies oxidantes que cambian sus propiedades ópticas. Este bombardeo no afecta de manera uniforme a toda la superficie, ya que el hemisferio situado a favor del movimiento de la magnetosfera recibe un flujo mayor y presenta señales más intensas de alteración radiolítica.

Además del aporte de oxígeno, la interacción entre partículas energéticas y hielo produce otros compuestos de forma localizada. Parte del material liberado abandona la superficie mediante sputtering, un mecanismo en el que moléculas individuales son expulsadas cuando el hielo absorbe impactos de alta energía. Esta erosión molecular constante regula, junto a la radiólisis, la composición de la exosfera y determina las tasas de pérdida de material hacia el espacio.

La posible existencia de plumas o expulsiones puntuales desde el interior continúa siendo un tema abierto. Algunas observaciones remotas han sido interpretadas como señales compatibles con emisiones transitorias de vapor o partículas, aunque no se ha confirmado su existencia de forma concluyente. Si estas emisiones se producen, podrían ofrecer una vía natural para estudiar materiales que no han sido alterados por la radiación y proporcionar información indirecta sobre el hielo profundo o el océano subsuperficial.

Potencial astrobiológico de Europa

El interés astrobiológico de Europa se centra en la combinación de un océano global, una fuente sostenida de energía interna y materiales que podrían participar en procesos geoquímicos complejos. Este conjunto de factores convierte al satélite en un caso de estudio sobre entornos acuáticos fuera de la Tierra, aunque las condiciones específicas de su interior siguen siendo inciertas y no existe una única interpretación dominante sobre su habitabilidad potencial.

El océano subterráneo es el elemento más destacado. Su profundidad podría superar ampliamente la de los océanos terrestres y estaría en contacto con un manto rocoso cálido. Este contacto permitiría la circulación de agua a través de rocas fracturadas, un proceso que podría generar gradientes químicos capaces de sostener reacciones relevantes desde el punto de vista prebiótico. La posibilidad de serpentinización u otras reacciones entre agua y silicatos es una de las líneas de investigación activas, aunque la extensión de estos procesos y su intensidad real permanecen sin determinar.

Diagrama que ilustra los procesos que conectan el océano subsuperficial salado de Europa con su superficie y el espacio, incluyendo los penachos de vapor, la radiación y los impactos de micrometeoritos.

Crédito: NASA/JPL-Caltech

La energía necesaria para mantener este océano en estado líquido provendría, en la mayoría de modelos, de la disipación mareal. Las deformaciones periódicas del interior generarían calor suficiente para evitar la congelación completa e incluso para impulsar la convección del hielo profundo. Este aporte energético se considera un requisito básico para evaluar si podrían existir nichos estables en el fondo oceánico. No obstante, la magnitud exacta de esa disipación y su distribución espacial siguen siendo objeto de debate, ya que distintos modelos térmicos permiten escenarios más o menos activos.

La química superficial de Europa también resulta relevante. Los compuestos oxidantes producidos por radiación en la capa exterior podrían reciclarse hacia el subsuelo si existe un intercambio dinámico entre el hielo superior y el océano. En este caso, los oxidantes actuarían como agentes capaces de enriquecer el océano con especies químicas adicionales, facilitando una diversidad mayor de reacciones energéticas. Sin embargo, la eficiencia real de ese transporte vertical depende del espesor del casquete y de la frecuencia con la que se produzca la renovación del hielo.

La presencia o ausencia de moléculas orgánicas complejas es un aspecto particularmente incierto. Algunos modelos plantean que podrían formarse en la superficie por procesos radiolíticos y ser transportadas lentamente hacia capas más profundas, mientras que otros escenarios sugieren que los compuestos orgánicos serían destruidos por la radiación antes de alcanzar zonas protegidas. También existe la posibilidad de que estas moléculas se generen directamente en el fondo oceánico por procesos hidrotermales, aunque no se ha demostrado la existencia de actividad de este tipo en Europa.

Las posibles plumas, si se confirmaran, constituirían un mecanismo privilegiado para estudiar la composición real del material procedente del subsuelo. Las misiones futuras podrían analizar directamente partículas e iones expulsados al espacio, lo que permitiría evaluar la presencia de moléculas orgánicas, sales o compuestos que indiquen interacción entre agua y roca. Aun así, la existencia misma de estas emisiones no está confirmada y sigue siendo una línea de investigación en desarrollo.

Descubrimiento y primeras observaciones de Europa

Europa fue identificada en enero de 1610 por Galileo Galilei durante sus observaciones telescópicas de Júpiter. Su detección, junto con la de los otros satélites galileanos, supuso una prueba directa de que cuerpos celestes podían orbitar un objeto distinto de la Tierra, lo que tuvo un impacto decisivo en el desarrollo de la astronomía moderna. A lo largo del siglo XVII, las observaciones sucesivas permitieron determinar con mayor precisión su periodo orbital y establecer las primeras efemérides, aunque la baja resolución disponible impedía conocer cualquier detalle superficial.

Durante los siglos XVIII y XIX, Europa fue estudiada principalmente mediante telescopios refractores y reflectores que progresivamente incrementaron su capacidad de captación de luz. Estas observaciones se centraron en la determinación de parámetros orbitales, variaciones de brillo y fenómenos mutuos entre los satélites galileanos. La superficie del satélite seguía apareciendo como un disco sin rasgos distinguibles, aunque su albedo alto ya sugería que estaba cubierta por materiales muy reflectantes.

A comienzos del siglo XX, el desarrollo de la fotografía astronómica permitió obtener imágenes más estables, pero aún insuficientes para identificar detalles geológicos. Algunos estudios empezaron a plantear la posibilidad de que la superficie de Europa estuviera compuesta por hielo, una hipótesis basada en su elevada reflectancia y en comparaciones con otros satélites exteriores. Aun así, estas propuestas eran preliminares y carecían de confirmación directa.

Poco antes de la llegada de las primeras sondas espaciales, los avances en óptica, espectroscopía y técnicas de resolución angular mejoraron ligeramente la caracterización del satélite. Se obtuvieron mediciones más precisas de su tamaño y densidad y se reforzó la idea de una corteza helada.

Exploración de Ío por sondas espaciales

La exploración de Europa comenzó en la década de 1970 con los sobrevuelos de las misiones Pioneer 10 y Pioneer 11. Estos primeros encuentros proporcionaron mediciones aproximadas de su tamaño, masa y forma, además de confirmar su elevada reflectancia y su superficie carente de grandes estructuras visibles con los equipos de la época. Aunque los datos fueron limitados, establecieron la base para planificar observaciones más detalladas con misiones posteriores y situaron a Europa entre los satélites que merecían estudios específicos.

Los sobrevuelos de Voyager 1 y Voyager 2, a finales de la década de 1970, supusieron un avance decisivo. Las imágenes obtenidas revelaron por primera vez la compleja red de fracturas, bandas lineales y regiones caóticas que caracteriza la superficie del satélite. Estos resultados transformaron la percepción científica de Europa, mostrando un mundo geológicamente joven cuya corteza helada parecía haberse renovado en escalas de tiempo relativamente recientes. Además, las mediciones de albedo y color permitieron detectar variaciones regionales interpretadas como firmas de materiales distintos al hielo puro.

La misión Galileo, en órbita alrededor de Júpiter a partir de 1995, constituyó el hito principal en el estudio de Europa. Sus numerosos sobrevuelos proporcionaron imágenes de alta resolución, datos espectrales y mediciones del campo magnético local. Galileo permitió confirmar la presencia de estructuras tectónicas complejas, caracterizar en detalle las regiones caóticas y detectar variaciones químicas asociadas a sales o compuestos modificados por la radiación. Uno de sus resultados más influyentes fue la identificación de un campo magnético inducido compatible con la existencia de un océano subterráneo conductor, lo que consolidó la hipótesis de un océano global bajo el casquete helado.

En las décadas posteriores, la misión Juno, aunque centrada en el estudio de Júpiter, ha aportado datos relevantes sobre Europa en sobrevuelos puntuales. Instrumentos como JIRAM han registrado información térmica y espectral útil para revisar la composición superficial y detectar posibles anomalías térmicas. Además, los sensores de partículas y campo magnético han contribuido a interpretar mejor la interacción de Europa con la magnetosfera joviana y a evaluar si ciertas emisiones observadas podrían estar relacionadas con actividad interna o procesos de superficie.

La misión JUICE de la Agencia Espacial Europea, actualmente en desarrollo, incluye sobrevuelos dedicados a Europa dentro de un programa más amplio centrado en Ganímedes. Sus instrumentos están diseñados para estudiar la composición del hielo, la estructura interna y el entorno espacial del satélite, con especial atención a la caracterización del océano subterráneo y a la dinámica de la corteza helada. Aunque no orbitará Europa, sus “flybys” aportarán datos significativos para refinar los modelos sobre la interacción entre la capa de hielo y las capas profundas.

Europa Clipper, desarrollada por la NASA, será la primera misión dedicada específicamente al estudio exhaustivo del satélite. Su estrategia se basa en una serie de sobrevuelos repetidos a distintas altitudes y latitudes, coordinados para cartografiar la superficie con detalle, medir el espesor del hielo, analizar el campo magnético inducido y estudiar partículas y compuestos presentes en la exosfera. Los instrumentos de Europa Clipper, incluidos radar de penetración de hielo, espectrómetros y magnetómetros, están diseñados para discriminar entre distintos modelos de estructura interna y para buscar indicios de intercambio entre la superficie y el océano.

Otros conceptos de misión, aún en fase preliminar, plantean aterrizadores o sondas capaces de perforar el hielo, aunque estos proyectos se enfrentan a importantes desafíos técnicos. Sin embargo, el avance de las misiones en curso sugiere que la próxima década proporcionará una caracterización sin precedentes del satélite.

Galería de imágenes de Europa

La superficie de Europa, luna de Júpiter, vista por la cámara JunoCam durante el sobrevuelo del 29 de septiembre de 2022.

Créditos: NASA/JPL-Caltech/SwRI/MSSS/Paul Schenk

Mosaico procesado por ordenador de la superficie de Europa obtenido por la sonda Voyager 2 el 9 de julio de 1979. Las líneas oscuras marcan fracturas y zonas donde el hielo se ha desplazado.

Créditos: NASA/JPL-Caltech

Imagen de la luna Europa tomada por la sonda Voyager 1 el 2 de marzo de 1979, que muestra su superficie helada atravesada por fracturas oscuras.

Créditos: NASA/JPL-Caltech

Imagen de la luna Europa tomada por la sonda Voyager 1 el 2 de marzo de 1979, que muestra su superficie helada atravesada por fracturas oscuras.

Créditos: NASA/JPL-Caltech

Referencias y más información:

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